La construcción de una Europa unida comenzó tras la II Guerra Mundial. La CECA primero y el Tratado de Roma después ponían las primeras piedras de la colaboración entre países y ciudadanos de los países europeos. España, 30 años después y tras la dictadura franquista, ingresó en la que ya era Comunidad Económica Europea que acabó derivando en la Unión Europea.
Ese cambio de nomenclatura no resulta baladí. La unión de los países europeos no quería quedarse en un conjunto de medidas económicas conjuntas y se quería avanzar hacia una política común. Quería hacerse un gran estado europeo que con una gran voz y un frente unido frente a los EEUU. Esa política común se ha podido ver en ámbitos muy diversos, desde infraestructuras hasta una política agraria común.
Sin embargo, siempre el aspecto económico ha primado. El euro se constituyó como la moneda común y ya hay 16 países que la comparten. Eslovaquia será el 17. Por su parte, ya se han unido al proyecto europeo 27 países y ya han prevista una nueva ampliación con Bulgaria y Croacia como futuros miembros. Por ello, por la primacía económica sobre lo político y lo social se pensó en dotar a la Unión de una Constitución. Una magnífica idea pero que puso de manifiesto una profunda división entre los gobernantes y los ciudadanos europeos.
Y la división se sustentaba en varios puntos y muy diversos según los países en los que se debía ratificar dicha Constitución (en realidad fue un Tratado). Uno de los puntos comunes de desunión se basaba en las profundas lagunas democráticas que mostraba el nuevo Tratado o el excesivo neoliberalismo inculcado en el texto. En países como Holanda la negativa a la inclusión de Turquía como estado miembro tenía amplio apoyo social. Con estas premisas, algunos países decidieron que siendo democráticos debían dar la voz al pueblo y que fuera éste quien abrazara o despreciara al texto del Tratado que establecía una Constitución para Europa.
Con esta situación, fue España, en febrero de 2005, el primer país que tuvo la oportunidad de votar la Constitución. Y lo hizo en referéndum con una baja participación, algo que se repitió en el resto de países, con el apoyo al "sí" de PSOE y PP. España voto sí y fue el único que lo hizo. Además, fue el único país en el que se votó y el debate entre el sí y el no fue nulo. Fue, una muestra más, de la escasa tradición democrática de nuestro país. Con el sí español el futuro auguraba un buen camino para el tratado. Sin embargo, el sol dejó de brillar al traspasar los Pirineos y llegar al vecino Francia. Allí, la campaña de la extrema derecha y rechazo al presidente Chirac consiguieron atemorizar al resto de la Unión dando un "no" al Tratado. Más tarde, en los Países Bajos y en Luxemburgo se confirmó el rechazo de los ciudadanos al nuevo Tratado. La situación en el Reino Unido tampoco daba muchas opciones a la continuidad del proceso. Ellos deberían haber sido los siguientes en someter a referéndum el tratado. Sin embargo, los resultados cosechados en Francia, Holanda y Luxemburgo hicieron dudar a Tony Blair sobre la conveniencia de hacer hablar a los ingleses, tan poco dados al europeísmo. Habría sido la primera gran muestra antidemócrata si no fuera porque aquel tratado se terminó tirando a la basura.
Tras el rotundo fracaso político del tratado se abrió una crisis institucional que llevó a paralizar la adopción de una constitución. Sin embargo, nuestros políticos europeos seguían teniendo como objetivo el dotar de una constitución. De ahí surgió el llamado "Plan B". Un tratado reducido al que se le va a privar de ser sometida a votación por los ciudadanos europeos. Serán los Parlamentos de cada país los que aprueben este tratado olvidándose de la voz de los ciudadanos, no vaya a ocurrir lo mismo y seamos nosotros quienes arruinemos su plan. Tan sólo un país, Irlanda, ha aceptado que sean sus ciudadanos los que decidan el futuro del tratado. Y es por eso que, un país pequeño con unos pocos millones de habitantes sean lo que decidan el futuro y den prestigio al tratado o, por si el contrario, lo mandan a la papelera. Esta votación coincide con la adopción de las 65 horas máximas de trabajo semanales hecha por la Unión Europea. Estoy seguro de que a la amplímisima mayoría de trabajadores europeos no les ha hecho nada de gracia esta regresión en derechos. Ni nos dejan hablar ni opinar. Veremos si la papelera que sale de Irlanda es de reciclaje, como la anterior, o si los políticos se vuelven a olvidar de la opinión de sus votantes. Y por mí, y como desacuerdo a sus maneras, que voten NO.
1 comentario:
Totalmente de acuerdo, el mangoneo de los europolíticos roza tales niveles que se merecen un buen varapalo de los irlandeses.
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